RELATO SACRÍLEGO. De Sasi Alami

Se inspira en mí, el viejo libro de la soledad, 
          mientras tú, Dios, te ríes a carcajadas y tu voz escandalosa 
          retumba por los muros del convento. Todo sucedió como tantas 
          cosas en la vida alrededor de una mesa, yo notaba tu mirada lujuriosa 
          clavada en mi nuca mientras las monjas me servían puré 
          de patatas. La inquieta Sor Alegría no paraba de ir de una mesa 
          a otra, y su velo negro parecía volar con tanto movimiento. Cuando 
          pasaba junto a mí solía darme un pequeño cachetito 
          en la espalda, pero toda mi atención estaba en poder subirme 
          a ese tren que tan veladamente me ofrecías, subirme al tren de 
          un verdadero dios mundano sin que por ello se abriesen para mí 
          las puertas del infierno.
Aquel domingo en la misa, una vez más yo era la encargada de 
          leer las sagradas escrituras, a las monjas les gustaba mi voz grave 
          y mi forma desapasionada de leer que parecía captar la atención 
          de los fieles. Al padre Luis le gustaba escucharme y no se perdía 
          un sólo detalle de mis tacones incipientemente altos y mis medias 
          negras, recatadas y sin costura. A mí me fascinaba la evidente 
          vulnerabilidad de su hábito blanco, así como su extraña 
          manera de ser guapo. Cada domingo después de la misa el padre 
          Luis almorzaba en el convento, donde las chicas internas teníamos 
          el privilegio de compartir algo más que una simple y rutinaria 
          misa con aquel hombre joven, de mirada pretendidamente ausente, pero 
          con reflexiones dignas del mismísimo Dalai Lama. Siempre elegía 
          sentarse en mi mesa y Sor Alegría le facilitaba el sitio, pensando 
          que tal vez al ser yo un alma descarriada necesitaba de su apoyo espiritual, 
          ella nunca sabrá cuánto se lo agradecía. El padre 
          Luis era diferente a todos los demás sacerdotes que yo había 
          conocido, él no tenía ese semblante tedioso, ni ese rictus 
          añejo y reprimido que pedía a gritos un poco de calor 
          humano. En cambio el padre Luis desprendía juventud y frescura, 
          me encantaban sus vaqueros bien ajustados y sus camisas estratégicamente 
          abrochadas, me gustaba su pelo impecablemente peinado hacia atrás 
          y sus manos fuertes y fibrosas que me ofrecían el pan y llenaban 
          mi vaso de limonada fresca. Cuando terminó la comida, le pedí 
          permiso a Sor Alegría para levantarme de la mesa, me despedí 
          del padre Luis hasta el día siguiente en la clase de religión, 
          y me encaminé hacia el patio del colegio adosado a la parte trasera 
          del convento. Allí me detuve debajo del solitario naranjo, llovía 
          levemente y abrí mi viejo cuadernillo de versos para ver si el 
          duende tenía piedad de mí. Pero el padre Luis lo inundaba 
          todo, él lo era todo, su olor, su voz y hasta su forma parsimoniosa 
          de caminar lo llevaba en lo más profundo de mis pensamientos 
          conscientes e inconscientes y deseaba que siguiera allí.
Cuando llegué a mi pequeña habitación del colegio 
          y abrí su antigua puerta, un aire caliente me rozó la 
          cara, allí entre gelatina y nebulosa estaba él, sentado 
          en mi sofá y mirándome fijamente a los ojos. Ninguno de 
          los dos supimos qué decir, pero en ese instante yo no deseaba 
          estar en ninguna otra parte, él se acercó a mí 
          con ese mismo rostro de una pregunta que se presume urgente, y en aquel 
          momento se abrió una puerta que ya ninguno de los dos pudimos, 
          ni quisimos cerrar. Aquella tarde me convertí en el padre Luis, 
          me metí en su piel y él en la mía, saboreé 
          toda la gama de olores y sabores que me ofrecía su cuerpo fuerte 
          y bien esculpido. Me encantaba su aroma fresco a jabón, a vainilla 
          y a colada recién hecha, sus manos fuertes que me agarraban sin 
          ninguna piedad, me gustaba sentir su cabeza entre mis piernas, y su 
          lengua ávida y húmeda explorando todos los rincones de 
          mi cuerpo. Me convertí en la amazona dorada que cabalgaba sobre 
          su cuerpo desnudo, atravesada por su miembro firme y latente, sintiéndolo 
          llegar hasta lo mas profundo de mis entrañas. Cómo me 
          gustaba aquel hombre joven, que abrazaba, chupaba, penetraba y mordía 
          mi cuerpo con el mismo frenesí con el que intentaba abrazar el 
          alma de los infieles. Yo escuchaba su mirada y sabía lo que me 
          pedía, me quería entre sus piernas, quería mi lengua 
          y mi garganta como cueva húmeda y sensual para su miembro ávido 
          de caricias y besos. Quería mis manos frágiles pero resueltas, 
          decididas a darle todo el placer del mundo, a derramarle una y otra 
          vez en esa húmeda y cálida caverna en la que tanto había 
          deseado entrar. Nos transportamos mutuamente de un lugar a otro del 
          universo, bajamos y subimos del cielo al limbo y viceversa, me convertí 
          en hombre, en mujer, en ser sensible en definitiva. Me gustaban sus 
          besos de amor maduro con los que se distendía para volver a empezar. 
          Y desde ese momento adoré y comprendí, ese rictus salvaje 
          que envolvía al padre Luis y que se hallaba recóndito 
          en su aparente frialdad, sonriendo tan sólo lo imprescindible.
Mientras tanto Dios se reía por los rincones, sus carcajadas 
          escandalosas hacían temblar los recios muros del convento e inundaban 
          todas las estancias. Los amplios ventanales de la sacristía, 
          los rosales de las monjas, los patios de naranjos, las bibliotecas silenciosas, 
          los santos sepulcros donde dormitaban los mártires y las beatas, 
          monjas fallecidas hace siglos, y el coro de la iglesia, donde parecía 
          que un dedo invisible se hubiese detenido en la tecla más grave 
          del órgano, inundándolo todo con su sonido inquietante.
Dios es la luz
 Dios es amor, a él que se le atribuyen 
          siglos y siglos de apoyo a la castidad, a él que se le atribuyen 
          palabras y escrituras en contra del culto al cuerpo, al placer y al 
          sexo, a él que me empujó desde la nuca hacia el padre 
          Luis y no manifiesta ningún tipo de interés por defender 
          la hipocresía de los hombres. Realmente Dios al desnudo, el dios 
          de los hombres sinceros, de los que no se mienten más a sí 
          mismos, ese dios es amor.
 
 
         Extraído 
          del libro
          "FRAGMENTOS DE UN SUEÑO INSOMNE"
 
 
    
   
 
      




























